Verónica vivía con las brujas en un poblado escondido, en lo más profundo del bosque. Las cabañas eran de maderas y barro. Algunas colgaban de los árboles y otras se hundían en la tierra. Y todas estaban untadas con un barniz oloroso que te agarraba los ojos para que no vieras nada y así evitaban ser descubiertas.
Los rumores viajaban rápido por la noche, se arremolinaban entre las hojas de los árboles y seducían a los renacuajos en las charcas. Ese día Verónica se despertó antes de que amaneciera. Escuchó lo que decía el viento y saltó de su hamaca. Ordenó a sus luciérnagas que la siguieran y se tapó el cuerpo con un vestido gris que le cubría algo más que las rodillas, salió fuera sin hacer mucho ruido. Recogió unos palos, los amontonó lejos de cualquier cabaña y llamó al fuego. Al susurro saltaron chispas, se apagaron las luciérnagas y la leña ardió pálida. Verónica se sentó a esperar, atenta, y se calentó los pies que aún permanecían descalzos. Los lobos no tardaron en llegar.
Se sentaron los siete alrededor del fuego blanco y con gruñidos lentos y sutiles se lo confirmaron: la luna estaba embarazada. El fuego se volvió rojo y lo lobos se espantaron a la vez que a Verónica se le dilataban las pupilas.
Continuará...
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