sábado, 18 de agosto de 2012

Nada hubiese sido necesario.

Anoche volví a bajar al Infierno, esta vez de forma voluntaria. Utilicé un poco de alcohol y unas pocas canciones de Extremoduro aunque nada hubiese sido necesario, sinceramente. Mi propósito era rescatar mi alma:

Aparecí en medio del desierto, el sol raspaba hasta la dermis y el aire disparaba la arena a modo de proyectil hacia mis piernas. El algodón de mi ropa no resistió mucho y creo que empecé a sangrar a los pocos minutos. Y la sed me arañaba desde dentro. Despertar hubiese sido el mayor fracaso. Empecé a avanzar en línea recta, orientándome únicamente con el corazón, que palpitaba con rabia. Cuando llegué mis pies ya estaban en carne viva. La puerta estaba abierta, de par en par, y el interior emanaba suaves fragancias que acrecentaron mi sed. Entré. Puede que el mismo perfume crease la dulce ilusión: me sentí bien, a salvo. Con la piel ya reconstruida, la sed se disipó. El suelo se comió la sangre de mis pisadas y creo que, como consecuencia, el edificio se iluminó. Observé altos techos con frescos escandalosamente bien ejecutados, paredes doradas con ricos adornos, grandes ventanales cubiertos por pesadas cortinas de color pardo, todo  me era familiar. Ya había estado antes allí. Me senté en el suelo con las piernas cruzadas, mirando una de las inmensas puertas. Es imposible saber durante cuánto tiempo estuve así, pero si existe algo a lo que llamar eternidad debe ser eso. 

Supe que había llegado el momento cuando apareció a mi lado, en el suelo, un triste cuchillo con la empuñadura de palo y la hoja oxidada. Me aferré a él con fuerza y me clavé sus astillas en mi palma a la vez que el Diablo asomaba bajo el arco de la puerta. Ahí el tiempo se comprimió, asustado, igual que yo. Sin embargo algo había cambiado en la bestia, me pareció más serena, incluso agradable o asertiva. Él tendría mi alma, yo mi miedo y un cuchillo que dudo si me hubiese servido de algo. Por eso lo dejé caer y eso me salvó, Santán debió pensar que yo ya lo sabía. Su carcajada me llegó aumentada en eco, pura decepción. No habría épica batalla, no serviría el cuchillo. Mi alma ya no estaba allí. Alguien se me había adelantado.

Desperté con astillas en la mano, el portátil encendido. Sonaba Algora.


Ladrón.

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